Desconozco mayormente
Wednesday, June 14, 2006
  Hospitales de artistas
¿Por qué solo un oficial de la Policía o del Ejército tiene derecho a recibir una casa, atención médica, combustible, entre otros beneficios?
Imaginemos, por ejemplo, que una persona se gradúa de Licenciado en Letras en San Marcos. Se gana la vida como profesor universitario. Hace una maestría. Publica libros. ¿Los contribuyentes le daremos un auto carísimo si aprueba con excelencia su doctorado, tal como lo recibe un oficial de policía si tiene la suficiente influencia como para alcanzar el grado de general? No le daremos nada. Si gana un premio internacional y si Dios es grande, el presidente le otorgará la Orden del Sol. Pero hasta allí nomás queda la cosa.
Si un médico hace un gran descubrimiento o dedica su vida a tratar una grave enfermedad, a lo mejor logrará ganar el Premio Reina Sofía, como el doctor Eduardo Pretell hace unos años, pero el Estado no le brindará una casa ni atención a su familia.
Si me dieran a elegir, preferiría que mis impuestos se invirtieran en, por ejemplo, construir un Hospital de Artistas o una Villa de Poetas. No me causa mucha gracia el hecho de pagar mis impuestos para comprarle un auto al general de la Policía que conocí hace unos días, que se enojó porque alguien lo llamó “señor Tal” y no “general Tal”. “Señor es cualquiera”, dijo, “yo soy general y todos deben llamarme general”. Es decir, los civiles del país somos “cualquiera” para este generalote, que se pasea por la ciudad con la gasolina que todos le compramos y que juega tenis en un club de lujo cuyo local no se convirtió en una biblioteca o un centro médico, sino un lugar de esparcimiento para los oficiales de su institución.
 
Saturday, June 10, 2006
  Consejos para el desempleado
¿Han escuchado hablar de Técnicas Americanas de Estudio? Esa academia que pretende hacerte leer cientos de palabras por minuto con una comprensión del cien por ciento. Pues bien, yo tuve un pequeño desencuentro con ella.
Resulta que en algún momento de mi vida estuve sin trabajo. Nunca me había pasado. Tres largas semanas sin ganar un sol. Compraba El Comercio los domingos y devoraba los avisos económicos. Uno de ellos me llamó la atención. Pedían egresados de Ingeniería de Sistemas, de Administración, de Ciencias de la Comunicación, de Economía, en fin, de cualquier carrera, para cubrir un número de vacantes. Pago en dólares. Caballeros en terno y damas con ropa de vestir. Fui puntual al local de San Miguel, en avenida La Mar 2316. Llené unos papeles y esperé junto a otros chicos y chicas tan desempleados como yo. Un gordito nos dio luego una charla breve. Leyó nuestros papeles y dijo que el trabajo comenzaba al día siguiente, aunque habría una capacitación de una semana.
A alguien se le ocurrió preguntar de qué se trataba el trabajo. A mí francamente no me importaba qué debía hacer. Podía barrer la calle o lavar platos. Yo quería plata. Sin ofrecer mayores detalles, el gordito dijo enfáticamente que no se trataba de ventas y que eso debía quedar claro. Seríamos representantes de la empresa. Sonaba bien. No seré vendedor, me dije inflando el pecho: seré representante.
La capacitación empezó al otro día. Nuestra profesora era una gordita (todos andaban bien alimentados: buena señal) que sonreía siempre y hablaba maravillas de la institución, sobre todo del fundador, un colombiano autor de una suerte de decálogo de los empleados (tenía errores ortográficos: mala señal para una academia que enseña a leer y comprender). Lo bueno es que nos repitió que no seríamos vendedores, seríamos representantes.
Al día siguiente noté que la gordita se expresaba muy mal. Decía: "hubieron personas" y "habían casos". Nos habló de las bondades del sistema de estudio, pero no quiso demostrar que leía tan rápido como afirmaba hacerlo. Claro, eso me tenía sin cuidado. Yo iba a ser representante. Ningún error gramatical iba a detenerme.
Al cuarto día me enteré de que no iba a ser representante. Iba a ser vendedor. La gordita nos empezó a enseñar técnicas de venta para sus cursos de léctura rápida. Algunos compañeros desistieron de seguir asistiendo a la capacitación. Mi pareja de entonces me dijo que hiciera lo mismo. Estaba perdiendo el tiempo con esos mentirosos. Ella tenía razón. Me habían engañado. Habían engañado a quince o veinte desempleados como yo, entre ellos a algunos padres de familia. Si eso hacen con sus futuros empleados, ¿qué cosas no harán con sus clientes? Por lo pronto, me informé de algo: los reportajes que frecuentemente hacen a la academia por televisión son pagados, son publirreportajes. Por lo menos así lo dijo la gordita que hablaba mal.
Recuerdo también que hace unos años un reportero de César Hildebrandt se hizo pasar por un cliente que deseaba inscribirse en el curso. El encargado de matricularlo le dijo que César Hildebrandt había estudiado con ellos y que estaba encantado con sus métodos de aprendizaje. Hildebrandt desmintió esa misma noche aquella patraña en su programa de televisión.
¿Se podría hacer algo con estas personas? Yo me olvidé de hacerlo, porque encontré trabajo al poquísimo tiempo. Ni siquiera pude ir a buscar al gordito o a la gordita. Les tenía preparado un bonito insulto.
 

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